Víctimas que no tienen voz

UTOPÍA / Eduardo Ibarra Aguirre

2020-10-04

Eduardo Ibarra Aguirre

Un millón de “personas afectadas” (¿víctimas mortales?) por la violencia criminal en los últimos tres lustros, de acuerdo con la estimación formulada por el presidente Andrés Manuel en Bavispe, Sonora, ante las familias LeBarón, Miller y Langoford a las que pertenecen los seis niños y tres mujeres asesinados el 4 de noviembre de 2019, son demasiados desde cualquier ángulo que se le observe; seguramente también si se cotejan con las cifras colombianas de aquellos tiempos en que advertían sobre la colombianización de México.

Emocionado Kenneth Miller se presentó: “Soy suegro de Rhonita Miller, cuñado de Dawna Ray, primo de Christina y tío de los chamacos y abuelo de mis cuatro nietos, todos masacrados”, y pidió a López Obrador que la justicia no sea sólo para ellos, sino “para todos los que no tienen voz” y agradeció el avance en los compromisos en torno a este caso. Tiene Miller toda la razón y es de agradecerse que no utilizó la retórica que acostumbra Julián LeBarón.

En efecto, en el gobierno de la Cuarta Transformación son abundantes las evidencias que muestran que los casos de alto impacto en la opinión pública y publicada son los favorecidos y a muchos de los que no tienen voz todavía no les llega su turno. Círculo rojo tan criticado desde Palacio Nacional por su inquilino principal que más bien es un rabanito, rojo por fuera y blanco por dentro, porque concentra sus mejores esfuerzos en causas que implican a intereses individuales más que colectivos, como la desaparición de 109 fideicomisos públicos para limpiarlos de aviadores, de los que cobran y no trabajan y que hasta noviembre de 2018 eran legiones.

Sólo a título de ejemplo, el caso de los ahora 41 normalistas de Ayotzinapa desaparecidos son bien atendidos, lo que sin duda es plausible; no lo es tanto que los estudiantes persistan en actos vandálicos, pintarrajeen Palacio y detonen artefactos en la Suprema Corte. Contra lo que se cree, la “ira”, el “encabronamiento”, no los justifican y menos todavía atentar contra la integridad física de los agentes policiacos que también son seres humanos y tienen derechos como los iracundos “anarquistas” y provocadores del 2 de octubre en Nonoalco. Y que, en efecto: “No se olvida”. Sólo que el movimiento estudiantil y popular de 1968 fue más, mucho más, que una masacre.

De lo contrario, si de justificar se trata como ya es costumbre de las feministas veteranas y las ONG que recibían subsidios con Enrique Peña y hoy de consorcios trasnacionales: ¿A qué no tendrían derecho los más de 300 asesinados en Allende, Coahuila, el 18-20 de marzo de 2011? O los 72 migrantes asesinados en San Fernando, Tamaulipas (la tierra de Martín Delgado, el padre de Alberto Aguirre), el 22 de agosto de 2010.

Acostumbrado a asumir los retos en los encuentros con los demandantes, AMLO –el supuesto autócrata, según intelectuales orgánicos–, agradeció a Kenneth Miller la exigencia de que la justicia no sea selectiva, “sino que sea para todos los mexicanos y que incluso podamos hablar de la fraternidad universal. Justicia para México, para Estados Unidos y para el mundo”. (No se olvide que aquellas familias tienen las dos nacionalidades).

Lo principal es el compromiso presidencial con las víctimas, como los 70 mil desaparecidos desde la Guerra sucia de los años 60-80, de Gustavo Díaz Ordaz a Carlos Salinas. Y lo de menos es si el titular del Ejecutivo federal quiere y puede “estar (físicamente) siempre con todas las víctimas en México”.

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